miércoles, 14 de febrero de 2018

Una novela es un discurso interminable



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Una novela, una narración de hechos (a veces incluso de carácter fantástico), no es en el fondo más que un discurso de alguien que quiere contarnos lo que se conoce como una aventura (o una batalla para los redichos).

Esta aventura tiene que tener un desarrollo lógico, tanto en el tiempo como en el espacio, so pena de que el lector se pierda y lo aparte hastiado, y de ello se deduce que todas las novelas tienen una estructura, un esqueleto, una relación de las partes o capítulos que se suele conocer como índice.

Por lo tanto, tan novela es La isla del tesoro (Stevenson) como Desciende, Moisés (Faulkner), Las novelas de Torquemada (de Galdós, en la que el título lo indica expresamente) o Cristo versus Arizona de Cela, por más que sean muy diferentes.

Otra de las características de las novelas es que siempre existe un narrador. Si se escribe en tercera persona, este narrador es alguien, ajeno a los personajes, que lo cuenta. Si se escribe en primera, qué decir...; ni siquiera es ajeno a los protagonistas, sino el protagonista principal, y si se escribe en segunda... a lo mejor resulta que el narrador se está mirando en un espejo y habla consigo mismo: tú siempre has dicho que...

En todo caso es un discurso de alguien que se empeña en contarnos un hecho o sucesión de ellos en forma discursiva.

En vez de seguir con esto, voy a poner el ejemplo de un personaje que larga (es decir, habla incesantemente), o desgrana un discurso inacabable. Dice así:



[...]

... encontrándome tan acorde con la placidez del momento y lo que me rodeaba, comencé una perorata que me iba a llevar lejos, muy lejos...

–Puesto que se empeña en experimentar conmigo, mientras llegan los convidados le corresponderé con una historia. Es una historia extraña, pero no importa, pues supongo que usted, tan aficionado a lo irregular, la apreciará.

Hice una pausa y dije,

–Yo viajé en el convoy de Indias, sí, y en tiempos muy remotos visité los harenes de los heresiarcas musulmanes que enviaban esclavos a América desde el golfo de Guinea. Allí tuve amores con la negra Esmeralda, muchacha de pocos años de la que llegué a enamorarme, aunque ella prefería a los eunucos... Sin embargo, no se lo reprocho, pues mi fogosidad era propia de la incontenible juventud, y ya sabe usted lo que sucede en tales casos.

El notario me miraba divertido, y yo continué.

–En tierras cercanas al Matto Grosso, por el precio de un inigualable rubí compré una niña que no me quería, y cuando me llegó la edad de la cordura, en vez de enamorarme de mi mujer, como hubiera sido de rigor, lo hice de mi cuñada, Inés, la experta violinista que me instruyó en las virtudes y beneficios de las olas del mar. Luego huí de ellas en pos de la revolución, porque nada es para siempre, y encontré a Isabelle, campesina en París y anónima mártir del progreso. Más tarde a mi mujer inglesa, la divina Alessandra, que me dio dos hijas rubias y con los ojos tan azules que parecían violetas... Sí, eran muy parecidas a mi señora la marquesa, la marquesa de los ojos violetas, a quien en buena hora conocí en su mansión dieciochesca de la plaza fuerte de Ciudad Rodrigo, que usted sabrá dónde está... También podría hablar de Dolores, india pueblo con sangre de extremeño en sus venas, y de Doloritas, que me enseñó a tejer cestos; de la farera del fin del mundo, que llegó cargando con un piano desde su ciudad barroca del imperio austrohúngaro, o de mis amigas oceánicas, Alción y Merope, componentes de las celestes Pléyades, como todos sabemos..., y hasta del aya, que dio su vida por mí, aunque eso sea remontarse a la prehistoria.

Luego, bajo el sol de la tarde, me quedé pensando.

–¿Por qué me habré acordado de las mujeres...?, porque mi vida no se circunscribe a ellas, sino que se extiende por la superficie entera de los continentes, todos los cuales visité..., y lo que he nombrado tampoco es lo más antiguo de lo que podría hablar, pues a mi cabeza vienen las luces de las mil velas que iluminaron las calles por la que discurrió el cortejo que me llevó a la catedral a sacramentar..., hace muchísimo tiempo de eso, y el sistema métrico decimal, que me tocó transportar a tierras de seres atrasados, y la jara de la sierra de la Peña de Francia, cuya resina sirve para fabricar los perfumes ambarinos que mi madre quemaba en las estufas de nuestra casa de la vega del Águeda. ¡Y el niño salvaje también, Silvestre, y el prior del convento de Úbeda!, personajes importantes en mi vida..., y Mendoza, que me llevó a conocer al mensajero de los Dioses y me enseñó a encender fuego con hielo... Podría hablar de tantas cosas que le aburriría, pero no es esta mi intención, así que sólo le mencionaré el final, como fue mi estancia en el océano Índico en persecución de las mil y mil especies de aves que en este planeta existen, la explosión del Krakatoa, la larga y fructífera época de robinsón y el milagroso salvamento por un barco inglés que contra todo pronóstico me ha devuelto a Europa...

Hice una larga pausa, y al final añadí,

–Qué..., ¿qué me dice usted de esto? Algún día escribiré esta historia, pero no sé cuándo llegará el momento –y el notario, suspenso ante la retahíla, soltó la carcajada y se quedó mirándome de hito en hito.

–¿Sabe que es usted un enorme fabulista...? No conocía esa faceta de su carácter, pero podría ganarse la vida con ello, pues lo cuenta como si lo hubiera vivido –e hizo girar en el aire la contera de su bastón, que nunca abandonaba, y luego, tras una comedida pausa, me miró serio y dijo–. Pero ahora, compórtese, que me parece escuchar la llegada de los invitados.

... como así en efecto sucedió, viéndonos de inmediato rodeados de señoras lujosamente vestidas acompañadas por maridos, hijas e hijos, pues también les acompañaba algún petimetre, que introdujeron en la soleada estancia los criados.

[...]



(Lo anterior pertenece a uno de mis libros, el que se llama Perpétuum móbile.)



Y por hoy lo dejo. El que quiera saber más, que mire en ESTE SITIO

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