Recursos para escritores
Una novela, una narración de hechos (a veces incluso de
carácter fantástico), no es en el fondo más que un discurso de alguien que
quiere contarnos lo que se conoce como una aventura (o una batalla
para los redichos).
Esta aventura tiene que tener un desarrollo lógico, tanto en
el tiempo como en el espacio, so pena de que el lector se pierda y lo aparte
hastiado, y de ello se deduce que todas las novelas tienen una estructura, un
esqueleto, una relación de las partes o capítulos que se suele conocer como índice.
Por lo tanto, tan novela es La isla del tesoro
(Stevenson) como Desciende, Moisés (Faulkner), Las novelas de
Torquemada (de Galdós, en la que el título lo indica expresamente) o Cristo
versus Arizona de Cela, por más que sean muy diferentes.
Otra de las características de las novelas es que
siempre existe un narrador. Si se escribe en tercera persona, este narrador es
alguien, ajeno a los personajes, que lo cuenta. Si se escribe en primera, qué
decir...; ni siquiera es ajeno a los protagonistas, sino el protagonista
principal, y si se escribe en segunda... a lo mejor resulta que el narrador se
está mirando en un espejo y habla consigo mismo: tú siempre has dicho que...
En todo caso es un discurso de alguien que se empeña en
contarnos un hecho o sucesión de ellos en forma discursiva.
En vez de seguir con esto, voy a poner el ejemplo de un
personaje que larga (es decir, habla incesantemente), o desgrana
un discurso inacabable. Dice así:
[...]
... encontrándome tan
acorde con la placidez del momento y lo que me rodeaba, comencé una perorata
que me iba a llevar lejos, muy lejos...
–Puesto que se empeña en
experimentar conmigo, mientras llegan los convidados le corresponderé con una
historia. Es una historia extraña, pero no importa, pues supongo que usted, tan
aficionado a lo irregular, la apreciará.
Hice una pausa y dije,
–Yo viajé en el convoy
de Indias, sí, y en tiempos muy remotos visité los harenes de los heresiarcas musulmanes
que enviaban esclavos a América desde el golfo de Guinea. Allí tuve amores con
la negra Esmeralda, muchacha de pocos años de la que llegué a enamorarme,
aunque ella prefería a los eunucos... Sin embargo, no se lo reprocho, pues mi
fogosidad era propia de la incontenible juventud, y ya sabe usted lo que sucede
en tales casos.
El notario me miraba
divertido, y yo continué.
–En tierras cercanas al
Matto Grosso, por el precio de un inigualable rubí compré una niña que no me
quería, y cuando me llegó la edad de la cordura, en vez de enamorarme de mi
mujer, como hubiera sido de rigor, lo hice de mi cuñada, Inés, la experta
violinista que me instruyó en las virtudes y beneficios de las olas del mar.
Luego huí de ellas en pos de la revolución, porque nada es para siempre, y
encontré a Isabelle, campesina en París y anónima mártir del progreso. Más
tarde a mi mujer inglesa, la divina Alessandra, que me dio dos hijas
rubias y con los ojos tan azules que parecían violetas... Sí, eran muy
parecidas a mi señora la marquesa, la marquesa de los ojos violetas, a quien en
buena hora conocí en su mansión dieciochesca de la plaza fuerte de Ciudad
Rodrigo, que usted sabrá dónde está... También podría hablar de Dolores, india pueblo
con sangre de extremeño en sus venas, y de Doloritas, que me enseñó a tejer
cestos; de la farera del fin del mundo, que llegó cargando con un piano desde
su ciudad barroca del imperio austrohúngaro, o de mis amigas oceánicas, Alción
y Merope, componentes de las celestes Pléyades, como todos sabemos..., y hasta
del aya, que dio su vida por mí, aunque eso sea remontarse a la prehistoria.
Luego, bajo el sol de la
tarde, me quedé pensando.
–¿Por qué me habré
acordado de las mujeres...?, porque mi vida no se circunscribe a ellas, sino
que se extiende por la superficie entera de los continentes, todos los cuales
visité..., y lo que he nombrado tampoco es lo más antiguo de lo que podría
hablar, pues a mi cabeza vienen las luces de las mil velas que iluminaron las
calles por la que discurrió el cortejo que me llevó a la catedral a sacramentar...,
hace muchísimo tiempo de eso, y el sistema métrico decimal, que me tocó
transportar a tierras de seres atrasados, y la jara de la sierra de la Peña de
Francia, cuya resina sirve para fabricar los perfumes ambarinos que mi madre
quemaba en las estufas de nuestra casa de la vega del Águeda. ¡Y el niño
salvaje también, Silvestre, y el prior del convento de Úbeda!, personajes
importantes en mi vida..., y Mendoza, que me llevó a conocer al mensajero de
los Dioses y me enseñó a encender fuego con hielo... Podría hablar de tantas
cosas que le aburriría, pero no es esta mi intención, así que sólo le
mencionaré el final, como fue mi estancia en el océano Índico en persecución de
las mil y mil especies de aves que en este planeta existen, la explosión del
Krakatoa, la larga y fructífera época de robinsón y el milagroso salvamento por
un barco inglés que contra todo pronóstico me ha devuelto a Europa...
Hice una larga pausa, y
al final añadí,
–Qué..., ¿qué me dice
usted de esto? Algún día escribiré esta historia, pero no sé cuándo llegará el
momento –y el notario, suspenso ante la retahíla, soltó la carcajada y se quedó
mirándome de hito en hito.
–¿Sabe que es usted un
enorme fabulista...? No conocía esa faceta de su carácter, pero podría ganarse
la vida con ello, pues lo cuenta como si lo hubiera vivido –e hizo girar en el
aire la contera de su bastón, que nunca abandonaba, y luego, tras una comedida
pausa, me miró serio y dijo–. Pero ahora, compórtese, que me parece escuchar la
llegada de los invitados.
... como así en efecto
sucedió, viéndonos de inmediato rodeados de señoras lujosamente vestidas
acompañadas por maridos, hijas e hijos, pues también les acompañaba algún
petimetre, que introdujeron en la soleada estancia los criados.
[...]
(Lo anterior pertenece a uno de mis libros, el que se llama Perpétuum
móbile.)
Y por hoy lo dejo. El que quiera saber más, que mire en ESTE SITIO
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