Hace tiempo escribí un libro en el que se cuenta la historia del mundo, pero cuidado, no como se narra habitualmente, sino por episodios. Será muy largo, dirá alguien, pero no, no es demasiado largo, pues en el se trata de seguir la pista a lo que su nombre indica, un carácter de los humanos que aparece raramente.
Como decía, aquí se habla de nuestros ascendientes, los hombres prehistóricos, por ejemplo, pero también de algunos de los que los antecedieron (flores, omómidos) y siguieron (cazadores, recolectores, sumerios, fenicios, romanos... y toda la retahíla hasta llegar a nuestros días).
Como muestra, he aquí un trozo: es raro, ¿eh?, que no se asuste nadie.
CINCO MIL AÑOS ATRÁS
GUERREROS
ENTRANDO EN UNA CIUDAD
LA SUBIDA A LA MONTAÑA
Los tambores atruenan los oídos de
quienes nos encontramos formados en la llanura. Atrás queda el gran campamento
que nos ha albergado durante los últimos meses, multitud de lienzos que
transportamos por el desierto lejos de las tierras feraces y las riberas
bañadas por las aguas de nuestro ancho y amado río, ingratos lugares a los que
no volveremos tras la incontestable victoria. Ante nosotros, iluminadas por la
luz de la mañana, se alzan las poderosas murallas de la gran ciudad a la que
pertenecemos, que se libró del asalto y el pillaje merced a nuestra sangre y esfuerzos.
Desde el amanecer permanecemos ordenados
en largas filas que se extienden hasta donde alcanza la vista. Los capitanes
vocean las órdenes con dificultad ya que somos muchos los hombres que ansiamos
sobrepasar las puertas, y los cuernos emiten sus roncos quejidos llamando a la
población al acontecimiento. Hemos ocupado los puestos que nos corresponden,
pero antes nos han distribuido dobles raciones porque la jornada va a ser
larga. ¡Qué lejos de las privaciones pasadas en el campo de batalla!, donde los
cupos eran escasos y la miseria de la tierra quemada nos obligaba a pelear para
alcanzar algunas migajas, pero aquello pasó, y con la victoria se han abierto
las puertas de los almacenes y graneros de la ciudad, de los que nos han
servido en abundancia.
Los extranjeros que vinieron de oriente
son los enemigos cuya capital es Umma, enorme y cochambrosa ciudad que no
disfruta de las ventajas de la cercanía de los ríos y sus rimeros de frondosas
huertas; lo sé bien, yo, que estuve en ella y por sus calles corrí tras los
habitantes enarbolando la aguda espada. En sus planes entraba el privarnos del
agua y esclavizarnos, y por eso levantaron un nutrido ejército que intentó
llegar hasta nuestras tierras, pero ahora nos pagarán tributo, pues la fuerza
que les opusimos se reveló superior a la suya. Todos cayeron ante nuestro
empuje. Primero fueron los pastores de las vegas; más tarde las desorganizadas
huestes que custodiaban la ciudad, y al fin sus habitantes, muchos de los
cuales no verán amanecer otra vez. Corrió la sangre en abundancia y las mujeres
y los niños llevaron la peor parte, como sucede siempre que el dios de la
guerra revive hazañas pasadas…, pero no es el momento de pensar en ello, pues
aquellos días quedaron atrás y su memoria será pronto cubierta por el polvo del
desierto.
Ahora ya decrecen los gritos y únicamente
quedan los cadenciosos golpes en los parches de los tambores. Los murmullos recorren
las filas, y las nubes de polvo que vemos al frente nos indican que el ejército
se ha puesto en marcha y las vanguardias se aproximan a la más fuerte y
guarnecida de las puertas de la muralla, en cuyas inmediaciones nos aguarda el
pueblo apiñado y vociferante…
…
Lugalbanda,
hijo de Enmerkar, biznieto del dios sol que le salvó la vida; rey de Uruk y sus
llanuras canalizadas y ahora también de Umma y Kutallu y las turbulentas bandas
de pastores que habitan las tierras intermedias y no pudieron con nosotros.
Lugalbanda, rey sacerdote de Uruk, la ciudad que fundaron los dioses en el
principio de los tiempos, puso en pie un ejército para restaurar el omnímodo
poder que algunos le discutían, y poniéndose a su frente recorrió [...]
(Hasta aquí, el comienzo del lugar en que se habla de los sumerios, en los que cualquiera apreciará que estos eran bastante brutos, y cuando acaba se dice lo siguiente:)
[Los sumerios fueron el primer pueblo
que logró consolidar una civilización estable, que levantaron en las orillas
del Éufrates (las tierras mesopotámicas, actual Iraq). Cultivaron extensas
huertas y construyeron ciudades y titánicas mastabas; asimismo, defendieron sin
tregua sus riquezas ante los vecinos.
…
Inana tuvo un hijo, pero no de quien
ha narrado el anterior cuento, pues era la amante de Istubar, el de los ojos
azules, que quedó en el campo de batalla. Cabe imaginar que ya estaba
embarazada, como a juzgar por la forma de producirse de tales gentes lo estarían
la mayor parte de las mujeres de aquellas épocas y lugares, y dentro de este
ser se conservaron los caracteres que dieron forma a sus sucesores, entre ellos
los ojos azules.
Tales descendientes se expandieron por
el mundo, y dos mil años después, es decir, ochenta generaciones más tarde,
entre la legión de sus vástagos
encontramos uno de ellos ―nuestra heroína Elisa― en la ribera sur del Ponto
Euxino, tierras aledañas al estrecho de Dardanelos y pertenecientes hoy a
Turquía. Es aquí donde es raptada por mercaderes de esclavos y conducida a una
nueva patria. Largo viaje, aunque sólo parte del aún más dilatado periplo que
la conducirá hasta el mismísimo extremo del mundo.]
(tras lo que comienza un nuevo capítulo, el de los fenicios.)
HACE TRES MIL AÑOS
TIRIOS HACIA LA
PUERTA DE MELKART
EL COMERCIO
La tierra de mis antepasados quedó atrás.
Allí se quedaron mis padres y mis hermanos, los hermanos de mis padres y sus
hijos, junto a los campos del cereal que por entonces nacía. Los hombres de
corazas negras surgieron de improviso tras las lomas, y como vivíamos en despoblado,
alejados de la más cercana ciudad, y en nuestra aldea, junto a la costa, no
existían riquezas, nos considerábamos a salvo de peligros diferentes a los que
suponen no pagar los diezmos. Los ululantes hombres de negro se arrojaron sobre
nosotros y cautivaron a quienes no pudimos ponernos a salvo. Yo era una niña de
pocos años y no les costó arrastrarme por el cabello y colocarme fuera del
alcance de mis desesperados familiares. Algunos de mis parientes, que casi
todos lo éramos en aquel lugar diminuto de nuestro estuario pródigo en peces, sufrieron
idéntica suerte, y durante varios días pude escuchar sus desgarrados ayes y
lamentos en jaulas vecinas a la mía, pero luego llegaron los barcos de los traficantes
y no supe más de ellos.
El lugar en el que nací está en la
dirección por la que aparece el sol en verano, lo sé bien. Yo pertenezco a un
pueblo de impronunciable nombre, pescadores con redes en las orillas de un lago
tan grande que si tuviéramos que recorrer sus orillas, no tardaríamos menos de varias
lunas. Era mi mundo, y allí aprendí que nadie goza del derecho de enderezar a
su capricho la vida de sus semejantes, aunque aquella tradición resultó vana.
Luego vino el largo viaje por el mar a
veces tempestuoso que nunca había visto, y ni siquiera imaginado, agua sin fin
sobre la que navegan los grandes y negros barcos de mis dueños, flotas
completas que sin cesar parten hacia los cuatro puntos desde los que sopla el
viento, y al cabo de muchos días recalamos en el puerto de nuestro destino, la
gran ciudad que se asienta sobre rocosos islotes inmediatos a la tierra firme.
Los pájaros marinos nos dieron la bienvenida con gran algazara, y qué decir de
las personas, que acudieron en masa a los muelles y pasarelas a contemplar los
cautivos recién llegados, gesticulantes individuos que parecían recrearse en la
adversidad ajena, aunque esto siempre haya sido así, pues la desdicha de unos
significa la prosperidad de otros. Después transcurrió el tiempo oscuro y me
llevaron de acá para allá, durmiendo en pajares y cabañas y siendo alimentada
junto a otras y diversas personas con negros y grasientos guisos que nunca
había probado, tiempos difíciles para una niña, pero de todo saqué provecho y
enseñanza y al final hasta olvidé mi nombre antiguo…, aunque ahora me dicen
Elisa, apelativo aquí muy considerado, pues deriva del patronímico de una de
sus más veneradas diosas.
Los que conducen las caravanas de
dromedarios que regresan de larguísimos viajes cuentan y no acaban a propósito
de los lugares que han visitado y los sucesos de los que han sido testigos, y
yo procuro estar cerca y escucharlos por si algo de lo que dicen me da indicios
de lo que tanto deseo saber, pero casi nunca comprendo sus crípticas palabras y
creo que tendré que conformarme con mi suerte para siempre, esclava en esta nación
de ricos.
Allí, hacia el sol naciente, está la
tierra de mis antepasados, vergel de campos cercano a las orillas de un manso
lago que nunca volveré a ver. [...]
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