jueves, 18 de marzo de 2021

Historia del mundo (1)

 Hace tiempo escribí un libro en el que se cuenta la historia del mundo, pero cuidado, no como se narra habitualmente, sino por episodios. Será muy largo, dirá alguien, pero no, no es demasiado largo, pues en el se trata de seguir la pista a lo que su nombre indica, un carácter de los humanos que aparece raramente.

Como decía, aquí se habla de nuestros ascendientes, los hombres prehistóricos, por ejemplo, pero también de algunos de los que los antecedieron (flores, omómidos) y siguieron (cazadores, recolectores, sumerios, fenicios, romanos... y toda la retahíla hasta llegar a nuestros días).

Como muestra, he aquí un trozo: es raro, ¿eh?, que no se asuste nadie.


CINCO MIL AÑOS ATRÁS

GUERREROS ENTRANDO EN UNA CIUDAD

LA SUBIDA A LA MONTAÑA

 

Los tambores atruenan los oídos de quienes nos encontramos formados en la llanura. Atrás queda el gran campamento que nos ha albergado durante los últimos meses, multitud de lienzos que transportamos por el desierto lejos de las tierras feraces y las riberas bañadas por las aguas de nuestro ancho y amado río, ingratos lugares a los que no volveremos tras la incontestable victoria. Ante nosotros, iluminadas por la luz de la mañana, se alzan las poderosas murallas de la gran ciudad a la que pertenecemos, que se libró del asalto y el pillaje merced a nuestra sangre y esfuerzos.

Desde el amanecer permanecemos ordenados en largas filas que se extienden hasta donde alcanza la vista. Los capitanes vocean las órdenes con dificultad ya que somos muchos los hombres que ansiamos sobrepasar las puertas, y los cuernos emiten sus roncos quejidos llamando a la población al acontecimiento. Hemos ocupado los puestos que nos corresponden, pero antes nos han distribuido dobles raciones porque la jornada va a ser larga. ¡Qué lejos de las privaciones pasadas en el campo de batalla!, donde los cupos eran escasos y la miseria de la tierra quemada nos obligaba a pelear para alcanzar algunas migajas, pero aquello pasó, y con la victoria se han abierto las puertas de los almacenes y graneros de la ciudad, de los que nos han servido en abundancia.

Los extranjeros que vinieron de oriente son los enemigos cuya capital es Umma, enorme y cochambrosa ciudad que no disfruta de las ventajas de la cercanía de los ríos y sus rimeros de frondosas huertas; lo sé bien, yo, que estuve en ella y por sus calles corrí tras los habitantes enarbolando la aguda espada. En sus planes entraba el privarnos del agua y esclavizarnos, y por eso levantaron un nutrido ejército que intentó llegar hasta nuestras tierras, pero ahora nos pagarán tributo, pues la fuerza que les opusimos se reveló superior a la suya. Todos cayeron ante nuestro empuje. Primero fueron los pastores de las vegas; más tarde las desorganizadas huestes que custodiaban la ciudad, y al fin sus habitantes, muchos de los cuales no verán amanecer otra vez. Corrió la sangre en abundancia y las mujeres y los niños llevaron la peor parte, como sucede siempre que el dios de la guerra revive hazañas pasadas…, pero no es el momento de pensar en ello, pues aquellos días quedaron atrás y su memoria será pronto cubierta por el polvo del desierto.

Ahora ya decrecen los gritos y únicamente quedan los cadenciosos golpes en los parches de los tambores. Los murmullos recorren las filas, y las nubes de polvo que vemos al frente nos indican que el ejército se ha puesto en marcha y las vanguardias se aproximan a la más fuerte y guarnecida de las puertas de la muralla, en cuyas inmediaciones nos aguarda el pueblo apiñado y vociferante…

 …

 Lugalbanda, hijo de Enmerkar, biznieto del dios sol que le salvó la vida; rey de Uruk y sus llanuras canalizadas y ahora también de Umma y Kutallu y las turbulentas bandas de pastores que habitan las tierras intermedias y no pudieron con nosotros. Lugalbanda, rey sacerdote de Uruk, la ciudad que fundaron los dioses en el principio de los tiempos, puso en pie un ejército para restaurar el omnímodo poder que algunos le discutían, y poniéndose a su frente recorrió [...]


(Hasta aquí, el comienzo del lugar en que se habla de los sumerios, en los que cualquiera apreciará que estos eran bastante brutos, y cuando acaba se dice lo siguiente:)


 [Los sumerios fueron el primer pueblo que logró consolidar una civilización estable, que levantaron en las orillas del Éufrates (las tierras mesopotámicas, actual Iraq). Cultivaron extensas huertas y construyeron ciudades y titánicas mastabas; asimismo, defendieron sin tregua sus riquezas ante los vecinos.

 …

 Inana tuvo un hijo, pero no de quien ha narrado el anterior cuento, pues era la amante de Istubar, el de los ojos azules, que quedó en el campo de batalla. Cabe imaginar que ya estaba embarazada, como a juzgar por la forma de producirse de tales gentes lo estarían la mayor parte de las mujeres de aquellas épocas y lugares, y dentro de este ser se conservaron los caracteres que dieron forma a sus sucesores, entre ellos los ojos azules.

Tales descendientes se expandieron por el mundo, y dos mil años después, es decir, ochenta generaciones más tarde, entre la legión  de sus vástagos encontramos uno de ellos ―nuestra heroína Elisa― en la ribera sur del Ponto Euxino, tierras aledañas al estrecho de Dardanelos y pertenecientes hoy a Turquía. Es aquí donde es raptada por mercaderes de esclavos y conducida a una nueva patria. Largo viaje, aunque sólo parte del aún más dilatado periplo que la conducirá hasta el mismísimo extremo del mundo.]

 

(tras lo que comienza un nuevo capítulo, el de los fenicios.)

 

HACE TRES MIL AÑOS

TIRIOS HACIA LA PUERTA DE MELKART

EL COMERCIO

 

La tierra de mis antepasados quedó atrás. Allí se quedaron mis padres y mis hermanos, los hermanos de mis padres y sus hijos, junto a los campos del cereal que por entonces nacía. Los hombres de corazas negras surgieron de improviso tras las lomas, y como vivíamos en despoblado, alejados de la más cercana ciudad, y en nuestra aldea, junto a la costa, no existían riquezas, nos considerábamos a salvo de peligros diferentes a los que suponen no pagar los diezmos. Los ululantes hombres de negro se arrojaron sobre nosotros y cautivaron a quienes no pudimos ponernos a salvo. Yo era una niña de pocos años y no les costó arrastrarme por el cabello y colocarme fuera del alcance de mis desesperados familiares. Algunos de mis parientes, que casi todos lo éramos en aquel lugar diminuto de nuestro estuario pródigo en peces, sufrieron idéntica suerte, y durante varios días pude escuchar sus desgarrados ayes y lamentos en jaulas vecinas a la mía, pero luego llegaron los barcos de los traficantes y no supe más de ellos.

El lugar en el que nací está en la dirección por la que aparece el sol en verano, lo sé bien. Yo pertenezco a un pueblo de impronunciable nombre, pescadores con redes en las orillas de un lago tan grande que si tuviéramos que recorrer sus orillas, no tardaríamos menos de varias lunas. Era mi mundo, y allí aprendí que nadie goza del derecho de enderezar a su capricho la vida de sus semejantes, aunque aquella tradición resultó vana.

Luego vino el largo viaje por el mar a veces tempestuoso que nunca había visto, y ni siquiera imaginado, agua sin fin sobre la que navegan los grandes y negros barcos de mis dueños, flotas completas que sin cesar parten hacia los cuatro puntos desde los que sopla el viento, y al cabo de muchos días recalamos en el puerto de nuestro destino, la gran ciudad que se asienta sobre rocosos islotes inmediatos a la tierra firme. Los pájaros marinos nos dieron la bienvenida con gran algazara, y qué decir de las personas, que acudieron en masa a los muelles y pasarelas a contemplar los cautivos recién llegados, gesticulantes individuos que parecían recrearse en la adversidad ajena, aunque esto siempre haya sido así, pues la desdicha de unos significa la prosperidad de otros. Después transcurrió el tiempo oscuro y me llevaron de acá para allá, durmiendo en pajares y cabañas y siendo alimentada junto a otras y diversas personas con negros y grasientos guisos que nunca había probado, tiempos difíciles para una niña, pero de todo saqué provecho y enseñanza y al final hasta olvidé mi nombre antiguo…, aunque ahora me dicen Elisa, apelativo aquí muy considerado, pues deriva del patronímico de una de sus más veneradas diosas.

Los que conducen las caravanas de dromedarios que regresan de larguísimos viajes cuentan y no acaban a propósito de los lugares que han visitado y los sucesos de los que han sido testigos, y yo procuro estar cerca y escucharlos por si algo de lo que dicen me da indicios de lo que tanto deseo saber, pero casi nunca comprendo sus crípticas palabras y creo que tendré que conformarme con mi suerte para siempre, esclava en esta nación de ricos.

Allí, hacia el sol naciente, está la tierra de mis antepasados, vergel de campos cercano a las orillas de un manso lago que nunca volveré a ver. [...]

 

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