martes, 11 de octubre de 2011

Baño al atardecer



Aprovechando que ha comenzado el otoño coloco aquí esta foto (propia de la estación que declina), y aprovechando que pongo esta imagen (trucada hasta lo inverosímil), me largo uno de mis textos, que en esta ocasión es una de las múltiples escenas de el Viaje al verano. (Uno de los primeros libros que escribí, que data de 1996).

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Pablito clavó un clavito era un periodista del corazón más simple que un ser unidimensional y con peores ideas que un caimán del Caribe. Pablito clavó un clavito creía en la redención del género humano por los ordenadores, y tenía en la cabecera de la cama una foto del Reverendo Microondas, un broker significado. Gastaba chaqueta de cuadros y gafas de montura de titanio, y a sus escasos años ya se le adivinaba una alopecia importante. Pablito clavó un clavito paraba a veces por el establecimiento de Paco el negro, nadie sabía para qué. Cuando, una de aquellas veces, vio a Laura bailando en el bar, una noche en que por casualidad estaba allí antes de irse a acostar, primero se sobresaltó, y luego una luz, cosa rara, se encendió en su cerebro.
–(La próxima vez me traigo la cámara) –pensó, y eso fue lo que hizo.
Al día siguiente se colocó con pinzas una cámara de espía detrás de la corbata y se acercó a «El Paraíso Terrenal» a probar fortuna. Laura, aquella noche, no hizo acto de presencia porque estaba cenando en la suite amarilla con Tamara, que era una de sus preferidas, y un banquero.
Tamara, que era rubia, de un rubio pajizo, y tenía los ojos verdes, estaba como loca.
–Fíjate, ¡es como si tuviéramos una niña...! –le decía al banquero.
Éste no acababa de entender.
–Oye, pero que yo venía...
Tamara se levantaba de la silla a todo correr y le tapaba la boca con la mano.
–Para el carro, tritón..., que hay moros en la costa.
Laura, que se estaba metiendo entre pecho y espalda una perdiz a la souvaroff –rellena de foie-gras y trufas–, se divertía muchísimo con aquellas escenas.
–Otra vez, ¡házselo otra vez...!
El banquero estaba como acogotado. No había ni empezado su perdiz.
–¡Come! –le decía Laura–. Venga, ¡come...!
El banquero miraba alternativamente a Tamara y a Laura y no daba crédito a sus ojos. No entendía nada, pero nada, y Tamara se escandalizaba.
–Pero bueno, ¿es que a ti no te gustan las cosas nuevas?
(Al día siguiente, el banquero se lo contaba en el ascensor a su director general, mientras subían. «Si le digo a usted lo que me sucedió anoche...». El director general se interesó bastante. «¿Y dónde dice usted que hacen esos números?»).
Pablito clavó un clavito volvió la noche siguiente, y la siguiente, y la siguiente..., pero Laura no aparecía nunca. Los de la puerta estaban bastante moscas.
–No sé qué demonios quiere ese tipo de la chaqueta de cuadros. Se sienta ahí, en la barra...
–Déjale, será un voyeur. Mientras pague...
Al fin, una noche, Laura pasó delante de él de la mano de Vanesa, que era una negra como de dos metros y vestida de cuero de pies a cabeza. Pablito clavó un clavito se puso tan nervioso que tapó el objetivo con las manos y las pocas fotos que pudo hacer no salieron en absoluto. Sin embargo, por pura casualidad, en una de ellas se adivinaba algo, algo se veía. Luego, convencido de que iba a ganar un montón de puntos, se la llevó a su director. El director, que ya tenía sus tablas, no se creyó ni una palabra.
–¿Y dices que esta foto es de una niña que trabaja en una casa de putas? ¡Venga ya!
–Señor director, por mis muertos...
–Mira, Pablito, ¿tú quieres que me quemen el periódico?
Pablito clavó un clavito no quería descubrir sus fuentes, pero su proverbial torpeza no le dejó otra alternativa.
–Pero, señor director, si lo he visto con mis propios ojos... ¡Si es en «El Paraíso Terrenal»...! ¡Y ya he ido catorce veces!
Al oír aquello el director aguzó el oído. ¿En «El Paraíso Terrenal»? ¡Vaya! ¿Cuánto tiempo hacía que no iba por allí...? Bueno, mientras la cosa se definía, podía encargar un trabajillo acerca de aquello a Pérez. Pérez sí que...
–Y óigame, Pérez, óigame bien... ¡Mucho cuidado!, ¿eh?, mucho cuidado, que ya sabe cómo las gasta esa gente.
Pérez, que era igualito que Humphrey Bogart, sólo que más bajo y bastante más feo, chasqueó los dedos y se tocó el ala del sombrero.
–Tranquilo, hefe, usté tranquilo...
A Pablito clavó un clavito, que tenía sus contactos en la capital del reino –en la figura de un colega, que en lo calvo y lo inútil era talmente como su hermano gemelo–, y convencido como estaba de que aquel asunto era de los de pelas, le faltó tiempo para enviarle la foto y añadir una nota de cuatro líneas.
La agencia de su colega, que se dedicaba no ya a materias del corazón, sino del recto, recibió la nota y la fotografía como una más de las muchas que llegaban al cabo del día. El director, que se pasaba la vida revisando noticias que sólo tenían interés para sus autores, bramaba.
–¡A la basura, envíelo usted a la basura!
El colega de Pablito clavó un clavito, que superficialmente tenía aspecto de no haber roto un plato en toda su vida, tampoco veía nada de particular en aquella historia, y mucho menos en la fotografía. Lo que a él le gustaba eran las noticias relacionadas con el bestialismo y, si podía ser, la coprofagia, y con las fotos bien detalladas. La pederastia, ¡estaba tan pasada de moda...! Sin embargo, por hacer bulto lo acabó metiendo en la lista del teletipo.
Lo que sucedió fue que a un periódico del otro extremo del país le falló un asunto de publicidad relacionado con unas pastillas milagrosas, y para rellenar el hueco lo metieron a última hora, de mala manera y como un suelto. ¡Qué cosas tiene la vida! A la mañana siguiente, aquel periódico del otro extremo del país decía en su página duodécima: «¡Una niña trabajando en una casa de putas!», con foto y a una columna. De ahí a una revista de ámbito nacional no hubo más que cuatro días. En la revista de ámbito nacional, además, figuraba la firma: «Texto y foto: Pablo de Borja Bermúdez».
Pablito clavó un clavito, que era gilipollas al cubo y ni por lo más remoto se enteraba de lo que sucedía a su alrededor, estaba muy orgulloso de su hazaña.
–¡Sí, hombre!, es que estas cosas hay que denunciarlas...
Luego, ya más sereno, añadía,
–Esto puede ser el principio de mi carrera –y lo decía a quien quisiera oírle.
Invitó a la peña con la que solía reunirse, y todos brindaron en la barra del bar por la carrera de aquel joven periodista del corazón de provincias...
Pablito clavó un clavito, del que ya decimos que no se enteraba de nada, se encontró, al salir del bar, con que alguien le había rajado las cuatro ruedas del coche. En la puerta del conductor, a media altura, grabado con una llave, o con una navaja, podía leerse: «No duermas». A Pablito clavó un clavito le dio tal ataque de histeria que acabaron viniendo hasta los guardias, y si no llega a ser porque los rezagados del bar le echaron una mano, aquella tarde hace merienda cena en comisaría en compañía del cabo yudoka. Luego cogió el dos y desapareció.
Pérez, por su parte, apareció una mañana flotando en el río, y el caso de la niña que trabajaba en una casa de complacencia se convirtió en «El misterioso asesinato del reportero Pérez», suficiente para un periódico modesto. El director, que había vendido treinta y cinco mil ejemplares extras de una tacada, no abrió la boca, pero el subsiguiente revuelo se lo llevó todo por delante. [...]

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El siguiente enlace está también relacionado con el verano: